La era de los mamuts ilustrados


 
El libro como objeto se ha ido modificando en las últimas décadas gracias a la necesidad de adaptación a la sociedad digital, un entorno socio-tecnológico que ha revolucionado nuestro mundo, modificando nuestros hábitos en todos los sentidos, al ir adquiriendo nuevos valores y nuevas experiencias como usuario que han ido esbozando nuevas variables.

Ya apenas nadie (por muy sacrificado que sea) podría leer hoy un tomo de La Eneida en letra de hormiga o aquellas apretadas páginas del Don Quijote

La industria editorial es consciente de que la forma es tan importante como el contenido, el diseño nos ayuda y facilita a comunicarnos el espíritu de la realidad artística, de tal manera que muchas veces no se entiende el uno sin el otro, de ahí que haya surgido en el sector editorial el concepto de libro como objeto, concepto que nunca ha dejado de existir (en auge desde el renacimiento), pese a los sectores más reticentes que ven en esta actitud dignificadora, sin embargo, un deterioro del libro y de la cultura toda.

El libro fue, es y será transmisor de cultura en los más diversos formatos que la tecnología pueda crearlos, metamorfoseándose e hibridándose con la realidad económica y social de cada momento.



La era de las magnas obras de libros impresos se ha extinguido hace ya mucho tiempo junto a los grandes aparatos ideológicos y solemnes discursos, aquellos libros ciclópeos que, a juicio de Gracián, sirven para ejercer mejor los brazos que la mente por eso quedan como reliquias de un mundo sepultado, libros como el de Thiers que ahora hojeo despreocupado, Historia de la revolución francesa, dos tomazos  enormes como el tedio, impresos por la Editorial Petronio de Barcelona y prologado por Rafael Altamira, (humanista de provincias ya en el olvido) que he exhumado de la librería maldita de casa, convertidos en nido de flores disecadas e insectos alevosos de toda condición.


El azar objetivo que preside mi vida ha hecho, curiosamente, que rescatase del tiempo un libro editado en el mismo año que  nací yo, seguramente crecí junto a él sin darme cuenta y ahora lo recojo como un homenaje grotesco pero entrañable a mi propia memoria de atardeceres ingrávidos.

Libros que ahora, albergados en mi estudio, releo recreándome en sus prietos párrafos de engominado estilo, donde discretos y pulcros grabados iluminan sus páginas secas como el esparto.

Libros destrenzados y enormes como mamuts sorprendidos de encontrarse tan pesados y tristes en la galería de figuritas de porcelana.

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