Trujillo se desdibuja en la niebla emanando su aire de leyenda en una mañana blanca gravitando intemporal en el tiempo.
Centinela
impávido de Trujillo, en su promontorio se perfila su ceñudo castillo (en
realidad alcazaba) tras varios niveles de esquivos adarves. Su patrona se
muestra generosa a sus fieles ofreciéndoles su rostro y el aljibe palpita
inquietante en su magnético guiño subterráneo.
Abrazada
por la antigua ciudadela y a los pies del camposanto como consecuencia
inexorable de la vida, flanquean magnas iglesias y palacios de reposado señorío
extendidos entre callejas silentes en descenso hacia su plaza abierta y
universal, a las órdenes de Pizarro.
Queda
el eco de la gesta americana, laberinto de ambiciones y sueños de los césares
de ultramar, soberbios señores de la guerra, hoy callados, envueltos en el
sueño pesado de la piedra, esperando nuevas glorias.
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