Zamora humilde y laboriosa




Olmos ceñudos flanquean el soñoliento río abrumado de otoños:  el Duero se vuelve hacendoso y artesano a su paso por Zamora, molinero y menestral, invocando pastores y carreteros al rumor de su alba.

Las leyendas palpitan en las plazas y en los rincones de esta ciudad tan amada del romancero, en la que se advierten secuelas de su pasado rural: la cañada que hoy vertebra la ciudad y que forma un larguísimo espinazo, al modo de pasillo de una casa rústica de la que brotan arborescentes un colmenar de iglesias románicas de las que ahora sale abejeando la gente de la misa del domingo por la tarde. Zamora calmosa, detenida en el tiempo como su castillo desdentado, gravita en el aire grato aroma de churrasco frío que se hace símbolo de la sencilla, honda y franca hospitalidad de este pueblo sobre el que cae la tarde en una apoteosis inversa de horizontes, hechizo de la luz en apaciguado soñar de amaneceres.









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