La noche tempestuosa del 28 de septiembre
invitaba al recogimiento ideal necesario para saborear la emotividad
de Noche oscura. No sólo se estrenaba el otoño. Se estrenaba una
obra teatral.
Agustín Iglesias me
recibió con gesto radiante a la entrada de su sala, recitándome
misterioso unos versos de la Noche oscura de San Juan de la Cruz,
obra en la que se había inspirado junto al poeta José Manuel MartínPortales para escenificar la obra homónima sobre los textos del
místico español y que, en unos minutos, se iba a representar en la
Sala Guirigai de Los Santos de Maimona, por la compañía que él
dirige.
Se mostraba ubérrimo y
se complacía en hacérnosla llegar, compartiéndola con nosotros.
Esa es la mejor señal de que un artista está satisfecho con su
creación y, a la vista del resultado, no era para menos.
La sala se encontraba
con tres cuartos de entrada (rivalizando con una contraprogramación
cercana muy ambiciosa) y había un ambiente de estreno inmejorable,
auspiciado por la sorpresa de la adaptación, sobre la que nadie
sabía nada, salvo el artículo que escribí para Madreselva al
respecto.
La propia compañía tenía alguna inquietud sobre la comunicación al público de la obra y decidió presentarla como una experiencia poética sobre la palabra de San Juan, expresión que dejaba suficientemente abierto su sentido, despojándola de la interpretación teológica que desde siglos siempre ha acompañado a la mística dejándola, por el contrario, vagar ahora la palabra en su propia esencia poética.
El arriesgado montaje que plantea Agustín Iglesias se presta a la polisemia y a la divagación. Los dos personajes protagonistas (interpretados por Magda García-Arenal y Mario Benítez) se encuentran en una deriva existencial en la búsqueda de su propia identidad hasta que se hace para ellos la luz, una búsqueda reflejada en la metáfora visual de la ceguera (envueltos sus rostros por vendas, nada consiguen ver hasta que estas vendas caen tras el proceso de verificación).
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Agustín Iglesias dirigiendo un ensayo de Noche oscura |
Drama metafísico envuelto en un violento claroscuro donde los personajes se metamorfosean en diversas entidades deslizándose a ritmo trepidante en una complicidad y juego escénico muy hábil sobre los versos de José Manuel Martín Portales, quien fue desgranando versos de San Juan en el texto para proyectar así claves de lectura diversas con que guiar e implicar a los espectadores.
La sobriedad escénica está muy calculada y el tenebrismo (guiño barroco) incide sobre el drama de los personajes, creando junto a los pasajes de música alucinógena la sensorialidad y el estado onírico propios de la realidad mística.
Al inicio, una mesa y
dos sillas es el único atrezzo de la obra, connotando comunicación
y proceso de la palabra que en una segunda parte de la obra (de gran
plasticidad y movimiento) crea la acción desde otra parte de la
realidad en la que se ubican los personajes, intentando recobrar su
identidad. Porque no es que no la tengan, no, sino que intuyen
tenerla en su esencia de ángeles caídos, para concluir la obra con
un mayor número de enigmas que durante su proceso de gestación como
seres se les ha originado, dejando abierto el sentido de la obra
e invitando a la elucubración poética.
No queramos poner
puertas al monte. No intentemos entender algo verdadero y único. En
la sensación inconclusa de la obra se encuentra su sentido inicial,
ya que, al decir de su co-autor, el poeta José Manuel MartínPortales la experiencia poética pone en crisis la respuesta de la
razón: no pone en cuestión la pregunta, sino que vive la pregunta.
La
misma lógica del caos se vuelve así la única y verdadera respuesta.
Fuente fotos: archivo Sala Guirigai
Fuente fotos: archivo Sala Guirigai
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