Ahora que ya no está ella, me encargo de regar las más de las tardes el jardín de mi abuela al caer el sol, en una luz que reblandece perfiles, una luz grata a la memoria.
Regar el jardín es justa ofrenda a mi propia identidad. ¿Cómo
no atender el escenario de mi infancia regando las plantas que crecieron
conmigo?.
En este mismo jardín asistí atónito y deslumbrado al milagro de la vida plantando (siendo yo niño de algunos pocos años) unas semillas de maíz que pacientemente cuidaba a diario, cuando mi abuelo nos traía del colegio a mi hermano y a mí, iba yo al rinconcito del jardín donde estaba la planta hasta que despuntó una espiguita que fue creciendo ante mi admiración.
En este mismo jardín asistí atónito y deslumbrado al milagro de la vida plantando (siendo yo niño de algunos pocos años) unas semillas de maíz que pacientemente cuidaba a diario, cuando mi abuelo nos traía del colegio a mi hermano y a mí, iba yo al rinconcito del jardín donde estaba la planta hasta que despuntó una espiguita que fue creciendo ante mi admiración.
El jardín de mi abuela pone en la tarde una nota de
modernismo provinciano en el sutil aroma
del jazminero o la intrincada madreselva acrobática. El grácil geranio habita
junto al manzano chino, que pese a su nombre es un espigado arbusto que da extrañas bolas, tomatitos rojos y verdes
con las que los gatos se purgan.
Haciéndome compañía aparece
de repente la tortuga en su senectud recóndita y diminuta, soportando el
secarral del verano. La saludo dándole un manguerazo y llenando de agua su poza,
para acto seguido sumergirse a su placer como si estuviese en una bañera.
El pequeño mundo vegetal enredado en el silencio de las
tardes al ungirlo con el agua se refresca y se despereza de su sopor,
alimentando de actualidad el instante del jardín, ofreciéndonos su humilde
sonrisa de agradecimiento en su verdor humedecido.
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