Atraído por
la sugestión (en realidad, vaga reminiscencia) cervantina de su nombre, me
dirijo a Montemolín atravesando la gran soledad amarilla de la estepa que rodea
a este pueblito solar de origen almohade, frontera de los reinos taifas de
Badajoz y Sevilla, cuyo castillo justifica
su presencia, una fortaleza de sobrio tapial dorado asentada en la cúspide del
cerro que preside el pueblo, un castillo que, depuestas sus armas, acompaña al viajero en su recorrido con su presencia calmosa, como
un viejo amigo entrañable.
Montemolín,
situado en el repecho de otro cerro cercano a su castillo, es un pueblo concreto y sencillo de recorrer, dos calles se
bifurcan a su entrada por las cuales se puede acceder y salir indistintamente
para no desandar lo andado, entre las cuales, cortándolas, se extienden otras
calles y se amplían en barrios alargados, en ondulaciones muy pronunciadas del terreno,
como una banderola al viento.
Montemolín,
pueblo sereno y arabesco de luz, gentiles fuentes serenan su austera estepa.
El
aire andalusí de un antiguo cantar infunde grato sosiego a sus calles risueñas, labrando caminos de
paz y armonía.
Comentarios