Remota y maestra de
soledades Santa Lucía del Trampal, retrepada en la sierra de la que toma su
nombre, nos contempla desde los tres cubos que hacen de ábside a esta basílica
visigoda del siglo VIII que recuerda vagamente a la asturiana San Miguel deLillo (construida un siglo después).
Consagrada originariamente a la diosa Athaecina, deidad infernal asociada a la noche (luego asumida en la Proserpina romana), el culto cristiano se inicia en el arrianismo (de ahí el número tres asociado a este culto heterodoxo).
La existencia de
esta recoleta basílica se recoge en varias épocas, en las que pasa reiteradamente como un ciclo eterno del culto al abandono,
tolerada por los musulmanes en la España andalusí, bajo tributo. Durante el siglo XV vive su esplendor
ampliado en monasterio y granja que cuenta incluso con una mina
cercana, rasgo heredado del actual Cruce de las Herrerías de su entorno
cercano, a espaldas de Alcuéscar, pueblito serrano cruzado de soles desmayados
(angostas y desdibujadas callejas) en
cuyo término se ubica el templo.
El juego de luces de las escuetas troneras de la basílica
inspiró al artista cacereño Hilario Bravo quien realizó en 1996 Opus lucis (él mismo me regaló el catálogo en su día), integrando esculturas en
la misma basílica, evocando el violento claroscuro de la escena y haciendo
dialogar sus obras en el propio ámbito legendario donde sucesivamente se oró a
Athaecina, Proserpina y finalmente Santa Lucía y cuyo fervor popular hizo que
se celebrara una romería el segundo día de pascua de Resurrección, romería hoy olvidada,
al igual que esta basílica perdida en la sierra, único ejemplo de prerrománico
en Extremadura, que parece estar poseída de una voluntad insoslayable de quedar sepultada
en el tiempo, de tan escondida como está en la dehesa, solo a la vista de los altivos
milanos, los centinelas amigos de Santa Lucía.
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