Plasencia. Piedra y silencio.




La ciudad abrazada por su impávida muralla es un laberinto de perspectiva volada en el horizonte recubriendo la ciudad de eras históricas diversas que conviven armónicamente bajo la soberana austeridad de la piedra. Horizonte ocre las intrincadas calles de aire medieval. Se diría que así han estado inmóviles a lo largo del tiempo, igual que los impávidos muros de conventos hoy silentes, iglesias rotundas y palacios altivos, escenarios propios de un drama filosófico sobre la vanidad del mundo o también de una tragedia romántica llena de fatalismo y oscuridad y que a fin de cuentas, están abocadas a su propio fin, igual que las dinastías se disipan en la decadencia, reflexiona un inadvertido genio en zapatillas (maestro de ceremonias) a la puerta de una mansión renacentista y otoñal, antaño poderosos señores, caserones encorvados que contrastan con barrios contemporáneos de un extraño futurismo trasnochado.





Recorriendo el adarve desde la ronda entre desdentadas almenas, visitando sus ceñudas torres descarnadas se advierte la ciudad descansando del asedio de los años en una tarde ventosa como un castigo que recorre las calles desangeladas, presagio de amenaza en las sombras de la sierra, que respira quieta y callada.

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